Masada. Caballo de Troya 2 by J. J. Benítez

Masada. Caballo de Troya 2 by J. J. Benítez

autor:J. J. Benítez [J. J. Benítez]
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 9788408004639
editor: Editorial Planeta
publicado: 2012-01-30T00:00:00+00:00


Tampoco los acontecimientos que estaba presenciando figuran en los Evangelios. Ni la segunda y hasta ese momento supuesta aparición del Maestro a la Magdalena, ni la espontánea visita de José y David a la tumba, ni muchísimo menos lo que ocurriría poco después. No me cansaré de repetirlo: ¡lástima que los escritores llamados «sagrados» no se empeñaran en una narración más minuciosa y completa de los sucesos que rodearon la vida y la muerte del Hijo del Hombre! De haberlo hecho así, los cristianos y los no creyentes habrían comprendido mejor a los protagonistas de dicha época. ¡Qué razón lleva Juan el Evangelista cuando, en su último versículo (21, 25), asegura que «hay además otras muchas cosas que hizo Jesús…»! Pero me niego a caer en nuevas disquisiciones personales.

Curiosamente, aquellos dos hombres serían los últimos fieles seguidores del Galileo que tuvieron acceso a la cueva cuando todavía se hallaba «intacta»; es decir, con los lienzos mortuorios tal y como habían aparecido después de la enigmática desaparición del cadáver.

El de Arimatea no tardó en volver al exterior. Su actitud, en un principio, fue agria. Se llevó las manos a la espalda y, mientras daba cortos paseos por el callejón, se limitó a mover la cabeza, como si rechazase la posibilidad de una resurrección. En cierto modo me recordó a Simón Pedro.

David Zebedeo, en cambio, al igual que Juan, su hermano menor, apareció vivificado. Con una elocuente felicidad en los ojos.

Antes de que el responsable de los emisarios formulara comentario u opinión algunos, el euschēmōn —designación utilizada también en aquel tiempo al referirse a un rico hacendado— se situó a dos palmos de su amigo y, mirándole fijamente, preguntó sin rodeos:

—¿Qué opinas?

La respuesta del galileo, a mi entender, fue perfecta:

—Hice bien al convocar a mis hombres para hoy… Siento curiosidad por conocer las reacciones de los apóstoles. Iré a la casa de Elías y les preguntaré. Jesús prometió resucitar al tercer día y lo ha cumplido. En cuanto llegue el último de mis «correos» daré las órdenes oportunas para que difundan la buena nueva.

—Pero…

La previsible impugnación de José no llegó a ser formulada. Un lejano vocerío nos hizo girar las cabezas hacia el final de las escalinatas. David interrogó con la mirada al sanedrita. Pero éste, encogiéndose de hombros, consultó al hortelano. Ninguno sabía de qué se trataba.

Ascendieron los peldaños cautelosamente y, una vez arriba, se detuvieron. Me apresuré a seguirles. Distribuidos entre los árboles —juraría que desplegados en orden de combate— se aproximaba una veintena de hombres. Vestían de forma muy distinta. Cinco o seis, con largas túnicas verdes que rozaban el suelo arcilloso y «camisas» de escamas metálicas hasta la mitad del muslo. Se tocaban con cascos bruñidos y cupuliformes y portaban sendos arcos de doble curvatura. Avanzaban en el centro de la formación y uno de ellos —quizá el jefe— lo hacía ligeramente adelantado y con una tea encendida en su mano izquierda.

Otros se cubrían con ropones amarillos, idénticos a los que habían quedado en tierra. Reconocí en sus siniestras y entre las fajas algunos de aquellos largos y temibles bastones claveteados.



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